enero 31, 2012

Mi lectura y yo




Monterrey siempre sorprende con su clima. Este fin de semana llovizno y una ola de frío agradable se percibió, para recordarnos que sigue siendo invierno, aunque cueste trabajo creerlo con temperaturas que oscilan entre los 8 y 27 grados centígrados en cuestión de horas.

Después de estar manejando y en espera de cierta hora para una nueva reunión, es agradable contar con ciertos lugares que te ofrecen un asiento cómodo y bebidas calientes, lo ideal es que sean deliciosas pero a veces un bueno basta, y pan dulce para acompañar, o un pastel. Llego a uno de esos lugares, tengo como tres de ese estilo; aunque el dueño no lo sabe también son míos. Compro lo anterior descrito, excepto el asiento, y me dirijo a mi mesa de siempre, para mi alegría estaba desocupada, como debe de ser cada que decido ir; llegué dispuesta a instalarme pero al poner mi charola me percato que un hombre, el cual no puedo describir porque ese día decidí ignorar mi alrededor, tenía un tono de voz más alto de lo que mi oído estaría dispuesto a tolerar, elijo irme al segundo piso. Subo las escaleras me decido por el área solitaria donde doy la espalda a todos, seríamos solo el libro y yo.

Minutos después, mi zona se puebla, aún con eso continúo leyendo. Minutos después logra sacarme de mi concentración una niña en el área de abajo, justo debajo de mí, de unos cuatro años, a la única persona extraña que observé detenidamente en el día: blanca, cabello obscuro hasta el mentón, traía una sudadera morada, con corazones de colores, ojos rojos, de tanto llorar. La chamaca quería el otro pastel de chocolate, es decir justo el que los papás no compraron, lo repitió como cinco veces en diferentes lapsos de tiempo, es decir fueron como quince veces. Su llanto era falso, hasta yo podía haberlo hecho igual o mejor. El papá, la mamá y la hermanita la ignoraban, cada uno comiendo o tomando lo que habían pedido. Yo la observaba tratando de entender por qué la repetición; tratando de adivinar hasta cuando se callaría o cambiaría de pregunta. Estuve a punto de bajar para comprárselo y callarla; pero intenté mejor continuar leyendo. Después voltee de nuevo, el papá la tenía en sus piernas limpiándole la lágrimas en un gesto amoroso, y la niña seguía pidiendo su maldito pastel de chocolate. Después mi libro me ayudo a olvidarme de eso, ni me acordé de la niña, una de las grandes maravillas de leer.

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