Los dos tenían ochenta años. Ella piel morena, ojos obscuros profundos, con vestido largo y botones, cabello bien recortadito y peinado, traía su cartera bajo el brazo; él, blanco, ojos claros, picarones, camisa a cuadros amarilla y holgado. Caminaban pausado pero seguros´, ella adelante y él atrás como debe de ser. La señora sentada, sosteniendo su cartera con ambas manos de manera rígida, miraba al piso. Su esposo estaba en el sillón, con ambos brazos descansando en los antebrazos, uno de ellos temblaba repetidamente, como parte de la enfermedad que le viene pesando tiempo atrás; recorría la sala con su vista, la estacionaba en un punto y empezaba de nuevo. Se habían sentado ante el regaño de su nieta. Estaban desesperados por llegar, incluso consideraron la posibilidad conseguir un taxi y no esperarla más. Ya iban a dar las doce y no llegarían a tiempo para confesarse.
¡Qué desesperado abuelo! ¿Mató a alguien? preguntó la jovencita, desde el cuarto recién bañada. Su abuelo solo dibujo una sonrisa. La abuela fue la que contestó: --No fuimos a misa y no nos confesamos el domingo pasado.
Razón válida y suficiente, para que a pesar de sus explicaciones, ejemplos y situaciones extremas, para ellos fuera necesario limpiar su alma.
Me recordo mucho a mi abuelito, siempre he admirado su entrega en lo espiritual, creo que es un nivel que se adquiere. Muchas gracias por tus comentarios, que bueno que ya podemos leernos.
ResponderBorrar¡Un abrazo!
Por nada como dices ya estaremos más en contacto y no dejes de escribir seguido en tu blog. ¡Abrazo!
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